domingo, 8 de septiembre de 2013

Lady Gaga (Nueva York, 1986) y Marina Abramovic (Belgrado, 1946) hacen arte. Para analizar


Hace cuarenta años, Alice Cooper y Salvador Dalí se conocieron en Nueva York. Quedaron, comieron, se emborracharon. En su epifanía, el surrealista le dijo al rockero: “Quiero hacer de ti una obra de arte. La llamaré El primer retrato cromo-holograma cilíndrico del cerebro de Alice Cooper. La pieza, en la que el músico desnudo viste una tiara y un collar de diamantes valorados en dos millones de dólares (de la época), está en el museo de Dalí, en Figueres.
El arco temporal que nos traslada desde entonces hasta hoy incluye incontables alianzas entre almas raras del arte y el pop, pero pocas han alcanzado tanta resonancia como la que se ha producido entre Lady Gaga (Nueva York, 1986) y Marina Abramovic (Belgrado, 1946). Este verano, la primera se sometía al Método Abramovic, un retiro físico y espiritual en la casa de campo de la veterana artista, al norte de Nueva York, donde pasó tres días realizando intensos ejercicios. Cada momento era un rito. Meditaba desnuda, entonaba un grito monótono hasta quedarse sin respiración, se perdía en el bosque con una máscara y tenía que volver a ciegas, se aislaba en una cabaña junto al río, reducía sus comidas a unas almendras. El vídeo resultante de las 30 horas de grabación se convirtió en la contribución de Gaga a reconstruir el teatro que ha de albergar el Marina Abramovic Institute, un espacio en Hudson (Nueva York) desde el que preservar la performance.
A través de la web de crowdfunding Kickstarter la cantante solicitó los 600.000 dólares necesarios para arrancar la reforma, que será supervisada por los arquitectos Rem Koolhaas y Shohei Shigematsu. La semana pasada se cerró el plazo con 661.454 dólares. Es la manera que tiene la princesa de las listas, a punto de lanzar su cuarto disco, ARTPOP, de agradecerle a la “madrina de la performance” el haber iluminado su camino. Como dijo al cronista pop Alexis Petridis, “de niña me obsesionaban Leigh Bowery y Klaus Nomi; de mayor, Yoko Ono y Abramovic”.
Ya en los premios MTV de 2009, cuando aún fraguaba su megaestrellato, Gaga lanzó un guiño a Abramovic. Al final de su interpretación de Paparazzi escenificaba “la muerte de una celebridad ante los ojos de América” con sangre falsa recorriendo su estómago. Algo que ya había realizado la serbia, de manera más cruda, tres décadas antes, trazando una estrella con una cuchilla en torno a su ombligo. Cada aparición de la vocalista parecía una declaración de principios arties: actuaba encaramada a un altísimo piano con patas esqueléticas como los elefantes de Dalí; se vestía de carne emulando a la performer Carolee Schneemann; o, comoen los premios MTV de hace dos semanas, reencarnaba a la Venus de Botticelli. “Gaga es lo suficientemente generosa como para proclamar de dónde provienen sus referencias, algo que jamás hará Madonna”, ha reclamado Abramovic.
El idilio personal entre ambas comenzó cuando la serbia se expuso durante tres meses a sí misma en la retrospectiva que le dedicó el MOMA de Nueva York en 2010. Cada día, durante las horas de exhibición, los asistentes realizaban inacabables colas para sentarse frente a ella en una silla vacía y compartir su mirada por un breve espacio de tiempo. Algunos VIP (Björk, Sharon Stone, Isabella Rossellini) se saltaban la línea. Gaga se negó a recibir ese tratamiento de superestrella y se perdió ese momento. La serbia supo de su visita después: todo el mundo que la vio acudir a la expo lo había tuiteado. “Gracias a su asistencia, público que habitualmente no pisaría un museo, chavales de entre 12 y 18 años, a los que no les importa una mierda la performance, empezaron a venir. Así es como se crean nuevas audiencias”.
No podían tener orígenes más diferentes. La intérprete de Poker face creció en el Upper West Side, fue a un colegio católico y su madre aún hoy es su mayor cómplice (preside la fundación Lady Gaga para chicos con problemas de integración). La serbia creció en una familia religiosa ortodoxa, con una estricta madre que la pegaba por exponer su cuerpo y pasó varios años de su juventud vagabundeando en una caravana destartalada junto a su novio, el artista Ulay, por Europa mendigando leche a los granjeros. A una le llevó tres décadas encontrar un reconocimiento, la otra obtuvo el triunfo instantáneo.
Como si se hubieran encontrado dos caras de una moneda, se volvieron inseparables. Se sumaban juntas al proyecto Artistas contra el Fracking impulsado por Yoko Ono o participaban en acciones benéficas organizadas por Robert Wilson. Detrás de su amistad se adivinan también los resortes que mueven la industria del espectáculo: se quieren, se admiran, pero también se necesitan. Su alianza se ha revelado perfecta. Gaga ha solidificado junto a esta veterana su credibilidad en el mundo arty y Abramovic ha rejuvenecido su target.
De hecho, fue gracias a la reivindicación de los jóvenes artistas que han dominado la escena neoyorquina en lo que va de siglo XXI (Rufus Wainwright, Antony Hegarty, James Franco) que esta sexagenaria abandonó el circuito especializado para alcanzar una renovada popularidad. La semana pasada volvió al festival de Venecia (en 2012 fue jurado) para presentar el tráiler de la película que está montando sobre la vida de James Franco. El polifacético actor le entregó 90 cintas que ha grabado sobre su vida y le ha dado permiso para que la monte como le plazca. Es su debut como directora. Gaga se estrena como actriz en Machete kills, de Robert Rodríguez, que veremos en octubre. Sus hilos se entretejen, una vez más, en una extraña madeja. La misma que hará que en un mes, cuando la vocalista lance sus nuevas canciones ante la audiencia planetaria, la performer recree en Oslo junto a 300 personas El grito, de Munch. Por muchas cosas que las diferencien, ahora que sus voces se han fundido resultará difícil separarlas.
Fuente: http://elpais.com/elpais/2013/09/06/gente/1378495638_609895.html